Siempre recordaré a José Luis Garci por tres motivos. El primero, por ser (durante mi infancia) el director de la única película española en ganar un óscar1Pero no el único español, Luis Buñuel lo había conseguido en 1972 por El discreto encanto de la burguesía, aunque bajo pabellón francés. Hablaré de esta obra maestra, una de las grandes influencias de mi novela De relojes y gansos, en una próxima entrega de Las películas de mi vida.. Pasarían diez años entre el óscar de Volver a empezar y el también merecidísimo de Belle Époque. La verdad es que, vistos desde mi perspectiva actual, diez años me parecen una minucia. Pero diez años son una eternidad para un niño, y así lo sentía yo: Garci como un tótem, como uno de los pocos españoles que habían hecho algo digno fuera de nuestras fronteras, al menos en los tiempos recientes.
El segundo motivo es ¡Qué grande es el cine!, su maravilloso programa de la noche de los lunes con el que aprendí a amar y a entender el cine. YouTube está lleno de los coloquios con que complementaba la emisión de clásicos2Y no tan clásicos, al menos en el momento de su emisión: recuerdo como Reservoir dogs, Exotica o Caro diario pasaron también por el programa a los pocos años del estreno.. Creo que mucho de lo poco que sé sobre cómo contar una historia lo aprendí en aquellas noches de los lunes. Invito a los más cinéfilos entre mis lectores, especialmente a aquellos que no los conozcan, a darse una vuelta por estos coloquios. Es muy posible que estén representadas muchas de sus películas y directores favoritos.
Y la tercera razón es la película El crack, de 1981.
Vean la siguiente escena. No hay peligro de spoilers, es el comienzo de la película:
Bareta, dame el mechero. Coño.
Me atrevo a decir que es quizá la escena que mejor define lo que era España en aquella época de finales de los 70 y principios de los 80. El bar de carretera, el menú con filete y vino. El bigote. Los chorizos. José María García como banda sonora de unas noches llenas de soledad. Me pregunto si ese mundo ha desaparecido completamente, o si aún seguimos siendo un poco así. Un poco. Rascando bajo la superficie.
Y esta es la paradoja de la película. Se supone que toda ella es un homenaje al cine negro americano desde su mismo principio, desde la dedicatoria a Dashiell Hammett. Un trasladar aquella atmósfera corrupta y viciada de los grandes del cine y la novela negra al entorno doméstico de Madrid, como si fuera un fútil ejercicio de estilo. Y sin embargo, no: es una película formidablemente madrileña, en todo su esplendor y toda su miseria. Porque Madrid en aquella época (y quizá en todas las épocas, pero particularmente en esa) no andaba escasa de corrupción ni de vicio. Ni tampoco, vamos a decirlo, de fotogenia. Porque Madrid no es París ni Londres ni desde luego Nueva York. Pero es difícil no creerse una historia tan negra como la de esta cinta con el trasfondo de esa Gran Vía turbia y tiznada que huele a desolación.
Luego han venido épocas mejores, y Madrid hoy es una ciudad mucho más cosmopolita, rica, limpia y orgullosa de lo que era entonces. Y yo solo viví esa época muy de niño, y lo que recuerdo lo recuerdo a fogonazos. Pero lo recuerdo. Y recuerdo esa suciedad y esa contaminación, y la aprensión que me generaba la gran ciudad. Madrid era una ciudad peligrosa en aquella época, y hasta unos quince años después.
Así era.
Garci retrata el Madrid que recién acababa de dejar atrás la dictadura, un Madrid tan acogotado que apenas se atrevía a levantar la cabeza. Pero retrata escenas que son agnósticas al régimen bajo el que se desarrollan, que bien podían haber sucedido diez años antes o después. Y sí, retrata un Madrid que tiene mucho de los clichés del cine negro: el detective privado que funciona como huelebraguetas (Landa se documentó visitando detectives privados reales de la zona de Gran Vía), la prostitución, el rico depravado, el corrupto, el vendido. Los muchos vendidos. El humo, el alcohol, los combates de boxeo (pero los combates de boxeo era una realidad común en Madrid, y diría que una realidad sofisticada). No se trata de un trasvase artificial de los tópicos del género a un escenario conocido; se trata del hallazgo de esos mismos arquetipos en las calles traseras de la Gran Vía. Y a fe que no había que buscar mucho.
El crack nos muestra ese Madrid desesperanzado con una historia que no puede ser más cruel. Y lo retrata sin deleitarse en la fotografía, en la estética, como un cineasta de la nouvelle vague, filmando lo que había. La M-30, joder. Qué puede haber más antiestético. Es la lucha de un hombre honrado y bueno, una oveja contra una manada de lobos, como él mismo describe a la niña en una de las escenas. Pero una oveja, eso sí, con bigote y los huevos como puños. Y con una mirada tristísima.
Porque el detective Areta, Alfredo Landa en un papel descomunal, es un hombre bueno. Cuando no está rodeado de lobos vive el sueño de crear su familia, y es difícil reconocer al detective descreído y triste en el hombre tierno que es cuando está con los suyos. El contraste entre este mundo íntimo y el exterior helado y durísimo y pringado de podredumbre antecede al Sabina de La canción más hermosa del mundo, pero es mucho más terrible.
Y luego esos detalles, involuntarios, pero que retratan una época. Colillas en el suelo de linóleo, anuncios de neón, carteles de cine pintados a mano, el tablón verde con las fotos clavadas de escenas de la película (diablos, solo falta ese olor). Y la Navidad del centro de Madrid, la calle Preciados, con el fondo nostálgico y deprimente de los villancicos de toda la vida.
No quiero abandonarme al spoiler y les conmino a que la vean. Es una de las mejores películas de cine negro de la historia. Y una de las películas, en general, más tristes que conozco. Y contiene una de las escenas más crueles que he visto en el cine. Y es cierto que la película no es perfecta, pero la vida tampoco lo es. Todos aquellos que hayan conocido aquel Madrid, aunque sea desde la visión nebulosa de un niño, encontrarán que se les contraen las entrañas con esas imágenes de la Gran Vía, sórdida y depresiva pero llena de vida.