En el transcurso de una semana he leído tres libros excepcionalmente cortos, que sin embargo me han llenado de felicidad. Tanto por consignar este momento en el tiempo, como por si pueden ser de interés para mis lectores, quería hablar de ellos. Libros que se pueden leer sin agobio en uno o dos días.
Siempre me gustaron los libros cortos, quizá porque me permitía tener la sensación de estar quemando etapas. Algunos de mis libros predilectos son claramente cortos: El jugador, Todo modo, El gran Gatsby, Pedro Páramo. Pero los libros cortos tienen un problema: se acaban rápido. Y aunque lo bueno, si breve, es dos veces bueno, también es cierto que es gozoso unir en la mente el recuerdo de lo leído junto al recuerdo de lo vivido, y que lo uno acaba siendo inseparable de lo otro. Uno lee según vive, pero también vive según lee.
Y, derivado de esto, los libros cortos tienen, para mí, el problema de que tienden a olvidarse más. No me cabe duda de que me he leído El señor de los anillos, Crimen y castigo, o la biografía de Wittgenstein de Ludwig Monk, pero me es fácil olvidarme de si he leído un libro de menos de cien páginas. Hoy, por ejemplo, cuando fui a firmar el tercero de los libros que menciono en este artículo, (siempre firmo los libros cuando los termino, en una suerte de visto bueno, apuntando la fecha y el lugar de finalización), me encontré mi firma y fecha del año 2000. No recordaba haberlo leído hace más de veintiún años.
Quizá por todo ello quiero hacer constar aquí que los libros que siguen los he leído, me han impactado y me siento capaz de recomendarlos a mis amigos. Es más, los considero tres pequeñas obras maestras, pequeñas solo por su tamaño.
Aura, de Carlos Fuentes
Ciudad de México, 1961. Un joven historiador es contratado por una anciana para poner en orden los papeles de su esposo, difunto desde hace sesenta años; su misión es dar forma a sus memorias para poder publicarlas. La anciana vive en una casa anticuada en el centro de la ciudad, casi de novela gótica: un lugar oscuro, rancio y asfixiante, enquistado en el tiempo. El joven ve el trabajo como dinero fácil, un pago que entiende como excesivo y que le permitirá, si atrasa lo suficiente su entrega, ahorrar lo suficiente como para pasar un año completamente dedicado a escribir su propia obra.
Pronto, sin embargo, empieza a encontrarse incómodo. Su presencia es requerida de manera permanente, tiene que dormir en esa casa. Las comidas son extrañas, un continuo de platos de riñones y vino espeso, en un comedor de sillas vacías y servidas por criados a los que nunca se ve. Esos mismos criados invisibles que han recogido todo el material de trabajo que necesita el protagonista y lo han trasladado a la casa, para que este no tenga necesidad de salir de allí: detalles que recuerdan poderosamente a novelas como Drácula. Un lugar extrañamente familiar para mí, por cierto (también la época y el lugar lo son, por algún motivo que ignoro). El protagonista estima que la anciana debe tener 109 años1Es fascinante, por lo físicamente posible, que alguien vivo en 1961 pudo haberse casado (siendo muy joven, ciertamente: quince años) en 1867 con alguien bastante mayor, y haber disfrutado por tanto de “los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Segundo Imperio”. Alguien a quien yo he podido conocer pudo conocer a Edmond de Goncourt. Véase a este respecto este post de Wait but why.. Y vive con una hermosísima joven, su sobrina, llamada Aura: una belleza de ojos oscuros que representa, con su juventud y su esplendor carnal, exactamente lo contrario de la anciana, de la casa, del polvo de su tarea de ratón de biblioteca. El protagonista no puede entender qué hace Aura allí, por qué no sale nunca, qué le ata a esa atmósfera tan enrarecida y polvorienta. Cae irremisiblemente enamorado de ella.
Este protagonista, por cierto, que no tiene nombre. O sí lo tiene, porque eres tú2Donde tú es, o ¿eres? un hombre. El peligro de esta manera de narrar. Sobre todo cuando la probabilidad juega en tu contra.: el relato está contado en tiempo futuro y en segunda persona, hechos estos que, lejos de desentonar con el tono siniestro de la historia, le confieren un ritmo embrujador y frenético. A partir de ahí se desencadena una inquietantísima historia de la que les ahorraré los spoilers. Se siente el polvo de los muebles, la decadencia, la suciedad, el nido de ratas que se arremolinan en una esquina, pero también el cuerpo y la enorme sensualidad de Aura. Es realismo mágico sin ser realismo mágico. No es Macondo: es un edificio en el centro de Ciudad de México “con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca”. Es novela gótica de tradición europea, pero reinterpretada desde el vigor de la literatura latinoamericana. Léanla, si es posible, en la preciosa edición de Libros del Zorro Rojo. Disfrutarán también de las ilustraciones de Alejandra Acosta, que acompañan a la historia con una acertadísima estética en que conviven el gótico victoriano con el esplendor tropical, el gris con el verde, la putrefacción y el crepúsculo con la insolencia de la vida.
Un hombre soltero, de Christopher Isherwood
De Ciudad de México, 1961 a Los Angeles, 1962. Solo ahora me doy cuenta de la casualidad espacio-temporal. Y sin embargo Un hombre soltero nos presenta una historia que no puede ser más lejana de la de Carlos Fuentes. Un profesor universitario homosexual (este hecho es central en el texto) ha perdido a su pareja recientemente en un accidente de tráfico, y trata de rehacer su vida en la California de los primeros 60. No se trata de la California de la contracultura: estamos en la época de los Mad Men (si bien en la costa oeste): los trajes estilizados, las corbatas estrechas, los copazos omnipresentes, los edificios de estética Lloyd Wright.
El título en inglés es claro: A single man. Un hombre soltero en la época dorada de los boomers es una alusión clara a la homosexualidad (nótese cuán de esa época es la alusión), pero también a la soledad. A la soledad en sentido estricto, pero también al aislamiento social, a un armario que no es realmente tal, porque todo el mundo lo sabe pero no habla de ello. George Falconer es ya un hombre maduro, pero también en buena forma. Sin embargo la muerte ha aparecido en su vida, y George empieza a detectar los primeros síntomas de su decadencia física. Es ya consciente de su propia finitud. La novela es una búsqueda de conectar con el mundo sin realmente conseguirlo del todo, un intento de agarrar la vida que se está escapando entre los dedos, casi en tiempo real. El libro me recuerda muchísimo a Revolutionary Road (escrito en 1961, la coincidencia no es casual). La desilusión por la vida nacida de la Segunda Guerra Mundial: el nacimiento del mundo corporativo, del mundo de los consumidores, el mundo de Norman Rockwell de felicidad impostada y consumista.
George vive en una colonia fundada a principios de los años 20 por los primeros colonos: gentes que “soñaban con fundar un pueblo inglés subtropical con aires de Montmartre, un lugar tranquilo donde poder pintar un poco, escribir otro poco y beber mucho más. Se consideraban individualistas de retaguardia resistiéndose desesperadamente a la llegada del siglo XX. Se pasaban el día dando las gracias por haber escapado del descorazonador mercantilismo de la ciudad. Eran vulgares, alegres e insolentemente bohemios; sentían una curiosidad insaciable por lo que hacian sus vecinos y eran inmensamente tolerantes. Cuando se peleaban, por lo menos lo hacían con puños, botellas y muebles, nunca con abogados. La gran mayoría tuvo la suerte de morir antes del Gran Cambio. […] Y así, una tras otra, las casitas de campo que solían apestar a ginebra de garrafa y resonar con la poesía de Hart Crane cayeron ante el avance del ejército invasor de televidentes bebedores de Coca-Cola.”
George se siente infinitamente más unido a los fantasmas de estos viejos bohemios que al mundo nuevo que le rodea (él, junto a su pareja Jim, fueron testigos del Gran Cambio), pero se agarra a la vida con todas sus fuerzas. Lucha por conectar con las otras personas, con sus alumnos, con su amiga Charlotte, con el mundo que le rodea, pero siente que, de alguna manera, su tiempo ha pasado. Es una novela hermosa y triste sobre la finitud, la soledad y la muerte.
Helena o el mar de verano, de Julián Ayesta
Julián Ayesta fue diplomático de carrera, y llegó a ser embajador de España en Yugoslavia. Solo escribió una novela, Helena o el mar de verano, en 1952; en ella nos narra el salto de la infancia a la madurez con unos fogonazos extraordinariamente nítidos sobre dos de sus veranos, y el invierno que hubo entre ellos. En sus pocas páginas, apenas ochenta, atesora momentos poderosísimos: un desgraciado accidente en una comida familiar, un día en la playa, el peso de la culpa que sufre por masturbarse (y siente a Jesús mirándole fijamente, no tanto severo sino infinitamente triste, por el mal que le ha infligido con su acto). Y también, claro, la ineludible llegada del amor.
Sus descripciones, con un lenguaje ligero pero exacto, son tremendamente evocadoras: produce, como la buena literatura, la sensación de que uno está realmente recordando lo que se narra. El relato del primer amor es realmente mágico, y captura la nostalgia infinita de pensar que eso, precisamente el momento que se está viviendo, es la felicidad más alta que se habrá de conseguir nunca. Leyéndolo se vuelve a sentir un eco placentero. Nos volvemos a preguntar si podemos, hoy, nosotros, de alguna manera, recrear esa felicidad. Cuánto daríamos por hacerlo. Y recordamos una y otra vez ese momento en el bosque, con Helena, sintiéndolo.
Está todo narrado desde la visión de un niño, pero la magia del relato es cómo captura la transición de fase. El primer verano es aún inocente, y así lo transmite su lenguaje, a pesar (o probablemente también ayudado por) los trágicos momentos que describe. En segundo verano ya se ha producido el tránsito, y el lenguaje es ya, muy sutilmente, adulto, en su estado más primigenio. Quizá sea el tránsito ese invierno oscuro, transcurrido como a lo largo de un túnel. Bajo la mirada no severa, sino infinitamente triste, de Jesús. Qué manera de hablar de una época.
Y leyendo esta tremendísima metáfora siento que hay algo en ese libro que se ha perdido, que las nuevas generaciones no podrán entender, añadiría que afortunadamente. Tal vez fue mi generación, y no toda, la última que puede entender su fuerza. Me pregunto cuántos libros más del pasado no estamos hoy entendiendo adecuadamente. Pero esta es otra historia, y deberá ser contada en otra ocasión.