Recientemente he tenido ocasión de revisitar, seguidas, tres películas que parecen atravesadas de un mismo hilo invisible.
Son tres películas rodadas en París en los años 1972-1973; tres películas que, como partes de un tríptico, parecen tratar de lo mismo: el tedio del vivir burgués, la soledad, y la amenaza engañosamente lejana de la muerte. Películas cruzadas de un sutil nihilismo.
Las tres películas comparten un tono de irrealidad humorística que suaviza, o camufla, el mensaje devastador que llevan dentro. Y son tres películas realizadas por equipos muy parecidos, que se cruzan entre ellas. El gran Michel Piccoli, por ejemplo, aparece en las tres. Y su aspecto es idéntico en todas ellas, claro, como si saliera del set de una para meterse en la de al lado. Rafael Azcona, el mejor guionista del cine español, co-escribe dos de ellas; Jean-Claude Carrière, guionista habitual de Buñuel, otras dos. Da continuamente la sensación de que varias mentes estaban pasando por lo mismo.
Y comparten muchas otras cosas: Una estética común: el París burgués de los años setenta, recién salido de las revueltas de Mayo del 68 (de las que son, indudablemente, deudoras), con esa moda tan maravillosa, y poblado de los míticos Citröen DS (o Tiburón)…
Son películas que tratan de la burguesía, y dos de ellas del hombre burgués de mediana edad, el hombre que ha conseguido todo pero se encuentra en el vacío más absoluto. Películas en las que está muy presente el tedio, el aburrimiento, la saciedad, la desazón del «y ahora, ¿qué?». No fueron escritas como una trilogía, pero para mí es evidente que están unidas por el mismo sentimiento, el mismo momento mental de sus creadores, el mismo zeitgeist.
Y son películas en las que también está muy presente la muerte. Porque es imposible no vislumbrar la muerte desde esa atalaya libre de peligros en la que ya se tiene todo lo que uno quiere y no hay necesidad de luchar por nada. La atalaya de una vida acomodada en la que la riqueza protege de los peligros inmediatos. La atalaya de una edad en la que sus protagonistas han vivido lo suficiente para estar absolutamente aburridos, pero no lo necesario para ser acechados por la sombra ominosa de la enfermedad. Un mundo acolchado, en definitiva, que produce a sus protagonistas una horrible desazón, y que les acaba llevando a la atracción vertiginosa de la muerte.
Paradójicamente, ese mundo algodonado donde los personajes quieren ser eternamente jóvenes lleva dentro el germen del fin de la vida.
No tengo la impresión de que sean una crítica a la burguesía, como he leído, ni de que encierren una enseñanza moral, ni de que realmente se juzgue a sus protagonistas. Creo, más bien, que intentan comprenderlos. O, mejor aún, que intentan que el espectador comprenda a los personajes. Son películas que intentan que el espectador caiga en el mismo vacío al que se precipitan sus personajes. Y que lo comprenda. De una manera casi física.
Y son, claro, películas que no se podrían realizar en el siglo XXI. Viéndolas hoy uno se da cuenta de cómo ha cambiado la sociedad en estos cincuenta años. Aunque creo, sinceramente, que ni siquiera cuando fueron hechas eran para todos los públicos. Y no me refiero solo a la calificación por edades.
Sin más, se las presento. La Gran Trilogía Burguesa.
El discreto encanto de la burguesía (1972), de Luis Buñuel
Comienzo con si no la más convencional, al menos la más palatable en los tiempos modernos. Lo que me parece enormemente curioso: El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie), dirigida por Luis Buñuel a partir de un guion suyo y de Jean-Claude Carrière, es una película canónicamente surrealista. Con una trama mínima (la imposibilidad recurrente de tres parejas burguesas de reunirse a cenar) y continuas referencias a los sueños, no tiene un principio o fin definidos.
Y sin embargo funciona maravillosamente, posiblemente porque es una obra maestra del cine. Muy reconocida en su tiempo (incluso ganó el óscar a la mejor película de habla no inglesa, en la que fue la primera vez que un director español conseguía este honor), fue una película que ha influenciado mucho cine posterior, y que sigue siendo una película enormemente disfrutable1Incluso, modestamente, reconozco su enorme influencia en mi novela De relojes y gansos..
Es una obra de madurez de Buñuel, ya de su última época, y probablemente una de sus películas más accesibles. Todo su surrealismo sigue ahí, no se engañen: los sueños y el subconsciente vertebran la película (hay incluso referencias a Freud, que hoy suenan casi a anticuario), y en toda ella subyace uno de los temas preferidos de Buñuel: la incapacidad de satisfacer los deseos primarios. El deseo sexual, primordialmente; pero también otros igual de básicos como el de la comida.
Es Buñuel y es surrealismo, sí, pero moderado. No es La edad de oro. Continuamente suceden cosas, de una manera muy ágil, y las escenas son enormememente divertidas. El reparto es maravilloso, pero uno no puede no destacar a Fernando Rey. Su papel del embajador de la ficticia república de Miranda, sofisticado, corrupto y pervertido, es divertidísimo y quizá uno de los mejores de su carrera.
Los personajes, como es habitual en las películas surrealistas (y en los sueños) aceptan las situaciones más delirantes sin levantar una ceja: cenas interrumpidas por un batallón militar que se dedica a pasarse porros, un obispo que se ofrece para trabajar de jardinero de uno de los matrimonios2Los tres estamentos conservadores por excelencia, la iglesia, el ejército y el capital, se hallan representados recurrentemente en la película., personajes que aparecen y piden contar un sueño…
Los sueños. Y es que muchas veces no queda claro qué es sueño y qué es no. Y como si la vida fuera un continuo de actos sociales, venganzas, corruptelas generadas por el aburrimiento, a veces no queda claro si los personajes están soñando o no. A veces es porque alguien viene y cuenta un sueño. Y otras, porque un personaje despierta de repente, revelándonos que la anterior escena había sido soñada.
Y, como queriendo mostrar el estado de perdición en que se encuentran, la película es interrumpida recurrentemente por una onírica escena en la que se ve a todo el grupo vagando sin rumbo por una carretera rural.
Algo que llama la atención poderosamente en esta película, como también lo hace en las otras de esta trilogía, es la presencia de la muerte. Especialmente en medio de una película de apariencia ligera, el continuo aparecer de fantasmas, velatorios y asesinatos del presente y del pasado parece querer funcionar como un memento mori. Siempre me pareció terrible la escena en que un personaje, andando por una calle vacía bajo el fúnebre sonido de unas campanas, se encuentra con un amigo muerto y le dice «Hueles a tierra».
La cinta, en cualquier caso, es una comedia tremendamente divertida. Mucho del cine del género reunión de amigos3Celebración, Las invasiones bárbaras, Los amigos de Peter, la primera parte de Melancolía… es un género, hay decenas. bebe de ella. Y mucho de lo que tiene el cine moderno de surrealista. Por eso creo que si hoy somos capaces de disfrutarla tanto como cuando fue rodada, es porque mucho de lo de hoy se parece a ella, y no al contrario.
Algo que no sucede en las dos siguientes películas de la trilogía, mucho más oscuras y nihilistas, y mucho más ancladas en el tiempo en que fueron rodadas, o incluso más atrás. Vayamos a la segunda parte.
Tamaño natural (1973) de Luis G. Berlanga
Tamaño natural (Grandeur nature) es la película más atípica de la filmografía de Berlanga4Pero no es tan atípica como para que sorprenda. Recordemos que Berlanga fue el fundador del premio (y la colección) La sonrisa vertical, de Tusquets.. Se trata, además, de su única película que no está rodada en español. Está protagonizada por el inefable Michel Piccoli, nexo común a las tres cintas, y el guion es de Azcona (que también es autor del de la tercera parte de la trilogía) y del propio Berlanga, con la colaboración en el mismo de Jean Claude Carrière (co-guionista de El discreto encanto…). Me divierte pensar que habrá escenas o ideas que acabaron en una de las películas pero que podrían haber acabado en otra.
La trama insiste en el leit-motiv de la trilogía: el hartazgo del hombre burgués de mediana edad, que lo ha probado todo y de todo se ha cansado. En este caso se nos cuenta la historia de Michel5El personaje protagonista tiene el mismo nombre que el actor que le da vida, un recurso inquietante (dada la temática de los filmes) que comparte con la tercera película., un exitoso dentista que adquiere una muñeca con forma de mujer, de tamaño natural y extremadamente realista. Un prodigio de de fabricación japonesa. La primera aparición de la muñeca es saliendo de caja de poliespán, y recuerda a un cadáver siendo retirado de su tumba; la cara de alegría casi infantil de Michel al descubrir su nuevo juguete vaticina la llegada de una obsesión, primero, y una tragedia, después.
Y así sucede: Michel encuentra en la muñeca la sumisión que no halla en otras mujeres. No para de cambiarla de nombre, de cambiarla de ropa, de tener con ella conversaciones extremadamente grimosas que le excitan sobremanera. Y va dejando de lado a su mujer y a su amante para centrarse en ella.
Las relaciones con la muñeca van degenerando cada vez más. Sus primeros encuentros sexuales (en una bañera, en la playa, en la silla del dentista) provocan bastante alipori pero entran dentro de lo convencional. Pero según la cinta va a avanzando su relación con la muñeca se vuelve más tóxica, más abusiva, derivando en escenas de una violencia bastante insoportable de ver6Sin ánimo de entrar en spoilers, en una de estas escenas la muñeca es apuñalada en medio de una ceremonia ritual místico-sádica. Este acto no tiene mayores consecuencias, por supuesto, lo que añade varios grados a lo inquietante del asunto..
La película coloca en todo momento al espectador en una posición incómoda. Representa, por un lado, la cosificación extrema de la mujer. Pero, por otro lado, en realidad no hay ninguna mujer. No son más que maniobras masturbatorias de un tipo con un objeto inanimado. ¿Nos molestaría menos que se saciara con un agujero en la pared o con la pata de una mesa? Es el símbolo lo que perturba.
En el fondo, si nos aislamos del aspecto humanoide de la muñeca, lo que nos está pintando la película es un mapa de la mente de un hombre determinado (no es mi intención generalizar) cuando se entrega absolutamente a una obsesión, sobre todo cuando el objeto de la obsesión no tiene capacidad de ponerle límites, cuando el entorno es de una absoluta impunidad legal, social o moral.
Esta obsesión llega a un punto en que Michel decide salir del armario e irse a vivir con la muñeca a un piso propiedad de su madre que parece sacado del siglo XIX. Ese piso recuerda poderosamente a la mansión de La Grande Bouffe, con todas las connotaciones que discutiremos más abajo: una decoración delirante, entre romántica y de pesadilla, que se acomoda bien al estado pasado de vueltas del protagonista. Divierte ver el poderoso contraste entre esta casa decimonónica en la que Michel se entrega a su pasión sin cortapisas, con el apartamento de diseño setentero en el que vivía su vida anterior con su mujer. Una vida a priori perfecta de la que estaba completamente hasta el gorro.
Es significativo el componente redentor de un entorno tan anticuado y onírico. Pero esa vida en común con la muñeca, que inicialmente se plantea como una liberación para Michel de sus ataduras burguesas, acaba degradándose en un descenso a los infiernos cada vez más malsano y patético.
Un viaje al infierno que se verá acelerado por la aparición, en una nochebuena, de un grupo de españoles capitaneados por el portero de la casa materna, Manuel Alexandre, y su grupo de amigotes (entre los que destaca el gran Agustín González dando vida a un personaje bastante repugnante). Su aparición transformará el sofisticado (y, en el fondo, burgués) surrealismo francés que supura la película por el mucho más oscuro, telúrico y cazurro esperpento español.
Tamaño natural es una película incómoda de ver con los ojos de hoy. Es, además, una amarga película sobre la soledad, sobre el hastío de vivir, sobre el vacío vital de un hombre burgués de mediana edad. Comparte los planteamientos de las otras dos películas de la trilogía. Es hija de los mismos padres, pero creo que no lleva el desarrollo tan hasta el siguiente nivel como la tercera parte de la trilogía: La Grande Bouffe.
La Grande Bouffe (1973), de Marco Ferreri
La Grande Bouffe, o La gran comilona, es la película que cierra esta trilogía (en el orden que he decidido darle) y es, indudablemente, la más oscura y nihilista de las tres.
Fue dirigida por Marco Ferreri, director italiano que comenzó su carrera en España dirigiendo El pisito (1959) y El cochecito (1960), escrita por Rafael Azcona (al igual que Tamaño natural, y también las otras dos películas mencionadas, claro) y protagonizada por cuatro titanes del cine europeo (Marcello Mastroiani, Ugo Tognazzi, Philippe Noiret y, por supuesto, Michel Piccoli)7Un grupo en el que no habría desentonado Fernando Rey, por cierto..
La cinta trata la increíble historia de cuatro hombres de mediana edad8Quizá es ilustrativo, para alguno de mis lectores, revisar las edades de los actores en el momento de estreno de la película: Piccoli, 47 años. Tognazzi, 51. Mastroianni, 48. Noiret, 42., exitosos en sus respectivas profesiones, que deciden reunirse en la mansión que uno de ellos tiene en París para suicidarse comiendo.
Como si este planteamiento no fuese suficientemente grotesco, uno de ellos es un reputado chef, y los platos de los que disfrutan en su descenso a los infiernos son creaciones de la más exquisita alta cocina. Eso sí, de un tamaño pantagruélico9A diferencia de lo que es costumbre en los restaurantes más reputados, estará usted pensando.. Y, para añadir más leña al fuego, y ante las exigencias de Marcello10Al igual que en Tamaño natural, los personajes tienen el nombre de pila del actor que les interpreta, lo que añade un toque de complicidad con el espectador, pero también una siniestra sombra de realismo., más obsesionado con el sexo que con la comida, acaban invitando a la casa a la casa a tres prostitutas para que su suicidio esté rodeado de todos los excesos posibles. A ellos se les une, finalmente, el personaje de Andréa (interpretado por Andréa Ferréol), una maestra de escuela fascinada por la (realmente titánica) tarea a la que se entregan nuestros cuatro antihéroes.
El nihilismo de la película es enorme: los personajes están tan hastiados de la vida que quieren ponerle fin de la manera más simbólica, pero también más vulgar posible. Y así, rodeados de platos de una opulencia descomunal, van poco a poco descendiendo hacia el infierno gástrico, hacia una muerte difícilmente más innoble. Lo filosófico decayendo en lo orgánico, el suicidio romántico o nietszcheano ahogado en humores y flatulencias.
Los protagonistas encaran su lúgubre misión como una festividad. «¡Que empiece la fiesta!», clama el gran Marcello. Y todo comienza de una manera alegre y desenfrenada, como una gran bacanal romana, en la que no hay tregua para el aparato digestivo. Como una gran ceremonia pagana, los platos más exquisitos van sucediéndose en medio de imágenes sicalípticas, celebraciones de sexo y un ambiente general de degradación y entrega a los más bajos instintos.
Pero el afán de suicidarse es sincero, y poco a poco la fiesta va descendiendo hacia una ceremonia fúnebre. La película es cada vez más triste, más amarga. La concienzuda destrucción a la que someten sus cuerpos no tiene nada de alegre. Y paulatinamente va quedando atrás el lado festivo y se va instalando una atmósfera deprimente, profundamente desoladora. Se va sintiendo en los rostros entumecidos, en los gestos cada vez más hastiados, en la iluminación cada vez más tenue.
Los héroes van cayendo, uno tras otro, y sus cadáveres son almacenados junto a la carne, en la cámara frigorífica. Y los rostros congelados van quedando como vigilantes de que los que siguen en pie no abandonan, no traicionan a sus compañeros que dieron la vida por la misión. Una misión cada vez más difícil, donde la tentación de parar está cada vez más cerca, pero que el honor les impide abandonar.
Ferreri declaró una vez que con La Grande Bouffe no quería hacer una película filosófica, sino una película fisiológica. Y a fe que lo consigue. Puro gore gastronómico, todo en ella es excesivo y grotesco. Pero no es solo eso: el ritmo de la película, lento e incluso aburrido a veces, transmite el tedio, la desazón, la profunda soledad de los personajes y el hastío que sienten por la vida. La sensación de tristeza que queda cuando termina la cinta es tremenda. El director consigue transmitirnos lo que sienten los personajes y su camino al infierno sin necesidad ninguna de efectos especiales.
Hija de su tiempo… y de un tiempo muy anterior
La película es, al contrario que El discreto encanto de la burguesía, e igual que Tamaño natural, pero en una escala mayor, difícil de ver con los ojos actuales. Por un lado, porque suicidarse comiendo es algo que es más fácil de decir que de hacer. Y es más difícil de decir que de transmitir. Y en esto la película hace un gran trabajo: el grado de repulsión que se obtiene al verla es fenomenal. Se trata de la película idónea si uno quiere ponerse a régimen.
Y, en segundo lugar, por la continua cosificación de la mujer: desde las prostitutas hasta el personaje de Andréa son prácticamente reducidas a objetos de disfrute en la gran bacanal.
La cinta alberga un germen profundamente subversivo, y es en esto muy hija de su tiempo. Mucho del cine nacido a partir de mayo del 68 bebe de la liberación de aquellos años. Pero también es sabido que esta liberación, en el plano sexual, fue en muchos casos asimétrica, y la mujer pasó directamente de la represión a la cosificación. Y esta idea que permeó la sociedad se transmitió, lógicamente, al cine (véase El último tango en París, también de 1972).
Pero querría argumentar que las raíces de esta película llegan mucho más lejos que el mayo del 68.
El cine es, como todo arte, un reflejo de su tiempo. Pero el cine es más: como imagen capturada, como tiempo capturado, es una auténtica cápsula del tiempo. Es decir: en la imagen, en el sonido, en su guión, incluso en los gestos de los actores, no solo captura cómo se pensaba en la época en que la película fue realizada. En su concepto de arte aglutinador de otros artes, puede llegar a capturar el influjo de las épocas que llevaron a esa de una manera más potente que otras disciplinas.
Y en esta película lo hace con creces.
Saben que me encanta hacer cuentas con el tiempo al estilo de Tim Urban. 1973 está justo a 50 años de nosotros, y por tanto estas películas están tan cerca de 1923 como están de hoy. Tan fácil es encontrar algo de los tiempos de ahora en esa película como se encuentran retazos del primer tercio del siglo XX. La película tiene lugar en una antigua mansión que conserva la decoración de principios de siglo. Esas decoraciones burguesas no son tan distintas de las que debió ver Proust. El espíritu libertino que alumbra esta película (y, en menor medida, las otras de la trilogía) está obviamente más cerca del de los libertinos de XVIII que lo que estamos hoy. El tiempo no avanza linealmente, sino exponencialmente: en cualquier momento del tiempo, la vida es más parecida a como era hace treinta años que a como será dentro de otros treinta11En ausencia de eventos disruptivos como las guerras. Aunque pienso que esto sigue siendo cierto si uno compara guerras de hace treinta años con guerras de dentro de treinta años, en cualquier momento del tiempo..
La mansión en la que tiene lugar el suicidio múltiple es la mansión de un dandy de principios del XX; su propia decoración parece datar de esa época, y partes de ella de mucho más atrás. El jardín alberga (en la película y en la localización real del rodaje) un tilo junto al que el poeta Boileau se sentaba para inspirarse. Tristemente, la casa fue demolida poco después del estreno de la película12La mansión se encontraba en el número 64 de la Rue de Boileau, véase aquí, aquí y aquí. A día de hoy alberga la embajada de Vietnam, y da la sensación de que el árbol (que es el auténtico en Boileau reposaba, sito el el jardín de su casa de Auteuil) aún sobrevive..
De esa presencia de un pasado anterior al cine, pero del que se puede encontrar la huella tirando de una especie de hilo de Ariadna, ya hablé en este artículo a propósito de la película Blancanieves. La casa es aquí un personaje más, y en sus muebles y sus paredes retiene el eco de ese pasado remoto. Como imágenes fantasmales, nos hablan mudas en un lenguaje que no entendemos, desde un mundo ya olvidado. La película tiene mucho de su espectral presencia, la presencia de los libertinos de los siglos pasados, que se ríen con sus mandíbulas desencajadas y sus ojos desquiciados.
En fin. Es fácil mirar con malos ojos estas películas, con los ojos del criterio de hoy. Y es cierto que algunos de los valores que se muestran en las obras del pasado son despreciables no solo desde la moral de hoy, sino también desde una moral absoluta (suponiendo que algo así exista). Pero pensemos que ciertas obras están ahí para hablarnos del pasado, y del pasado que engendró ese pasado. Y hablarán mejor cuanto menos tocadas estén, cuanto más puras se preserven. Por mucho que nos puedan ofender.
Triste favor nos haríamos si en lugar de disfrutar de lo que fue auténtico, y tenemos evidencias de ello, nos obliguemos a disfrutar de un sucedáneo que no agreda nuestra vista.
Ojalá hubiera existido el cine en la Revolución Francesa, y aun antes.