Quizá conozcan la serie de Paolo Sorrentino “El joven Papa”. En ella, Jude Law interpreta a un joven, iconoclasta y ultraconservador papa norteamericano que elige el nombre de Pio XIII. En una de sus mejores escenas, el joven Papa se reúne con la directora de marketing del Vaticano. Nunca había visto al joven pontífice, ya que no se conocen imágenes sobre él. Y al verlo se queda completamente deslumbrada. “¿Puedo decirle algo, Santo Padre?”, pregunta. “Para eso estamos aquí”, responde. “Con todo respeto, visto de cerca, es usted un hombre extraordinariamente atractivo.”
La directora de marketing se frota las manos. La efigie de un hombre así les va a hacer ganar millones en merchandising. Le presenta, desde su iPad, una colección de platos pintados por los mejores artesanos de Vietri en los que irá la imagen del Santo Padre. Se venderán por 45 euros, y serán un éxito.
“¿Me permite un momento?”, dice el Papa, y sale de la estancia. Vuelve unos instantes después con un plato completamente blanco. “¿Ve este plato, señora? Este es el único artículo que estoy dispuesto a autorizar.” “Pero no aparece su imagen en él.” “Yo no tengo imagen, mi querida señora, porque yo no soy nadie. ¿Entiende? Nadie. Solo Cristo existe. Solo Cristo. Y yo no valgo 45 euros, ni siquiera 5 euros. Yo no valgo nada.” A continuación le ordena despedir al fotógrafo oficial del Vaticano. “No se publicarán nunca más fotos del Papa. No se publicaron cuando llegué a cardenal o a obispo. ¿Sabe por qué? Porque nunca permití que se me hicieran fotos. Y cuando alguien conseguía hacerme una, siempre se la compraba antes de que se hiciera pública. Ahora que lo pienso, llevo preparándome toda la vida para ser un papa invisible. Y así, desde mi primer discurso, la luz será tan tenue que ningún fotógrafo, ninguna cámara de televisión, ni siquiera los fieles verán nada de mí. Solo una sombra oscura, mi silueta. No me verán porque no existo.”
“Si me permite, Santo Padre, lo que propone es un suicidio mediático”, responde la directora de marketing. Y la escena continúa como sigue1Sabemos que Salinger no es un artista de los últimos 20 años y que Kubrick, aunque discreto, no practicó la invisibilidad. Por favor, centrémonos en lo importante.:
Efectivamente, aquí se están juntando varias cosas. Hay, por un lado, una reivindicación del estoicismo de la que me siento bastante afín (cada vez más). Hay, por otro, una estrategia clara de marketing en mantenerse oculto. No es el motivo de mi artículo; aunque esta estrategia, si funciona, es un resultado colateral bastante deseable. En lo que me quiero centrar es en un tercer punto. En el artista como vehículo, no como sujeto.
Oscar Wilde fue uno de los primeros en tratar en profundidad la relación del artista con su arte y de ambos con el mundo. En el prefacio del artista de El retrato de Dorian Gray comienza:
El artista es el creador de cosas bellas. Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.
Más tarde, en el texto, pone en boca del inefable Lord Henry Wotton la siguiente frase:
Los únicos artistas con encanto personal que he conocido son malos artistas. Los buenos solo existen en cuanto a lo que hacen y, en consecuencia, carecen por completo de interés en cuanto a lo que son.
Y en su propia obra expone estos dos extremos personificados en dos personajes. Lord Henry es el ingeniosísimo aristócrata que llena el libro de aforismos, un trasunto de lo que debió ser Wilde en los salones del Londres victoriano (pero sin escribir ni producir absolutamente nada); sería, por tanto, el artista malo. Basil Hallward es el pintor, el artista bueno: una persona anodina, absolutamente carente de interés, pero capaz de producir la más bella creación artística. Una creación que llega al extremo de estar dotada de unos poderes sobrenaturales que obligan a que la obra quede escondida a los ojos del público: el retrato de Dorian Gray2Wilde produce un tercer tipo de artista: el propio Dorian Gray, el artista dionisíaco, aquel que aspira a hacer de su vida una obra de arte. Aunque bien sabemos que lo que para unos es una obra de arte, para los que lo sufren es una muestra terrible de egolatría, cuando no directamente de psicopatía. Dorian se lleva por delante a todo aquel que no conviene a sus intereses (o a sus caprichos), y Wilde se siente obligado a dar a la novela un final moralista. Quizá era la época. Habría que esperar medio siglo para conocer al personaje zaratústrico definitivo: Tom Ripley..
¿Tiene interés la vida del artista? Ninguno, al menos en cuanto artista. Un productor de salchichas puede tener una vida enormemente más interesante que la de un artista. O viceversa. Y aunque es probable que las experiencias vitales alimenten la calidad de una obra (como también pueden alimentar la calidad de una salchicha), el artista únicamente debe ser juzgado como artista por la calidad de sus obras.
Y añadiría, consecuentemente con mi argumento: solo debe ser juzgado por la calidad de sus mejores obras.
El ego del artista
Si queremos trasladar la argumentación de Pío XIII al terreno del arte hay algo que, como mínimo, precisa de matiz: el yo no soy nada. El arte es una de las actividades más egocéntricas que puede haber. “El arte es la forma más intensa de individualismo que conoce el mundo”, decía Wilde. Sin ego, sin vanidad, no cabe el arte. No es recomendable seguir alegremente el consejo de quienes prescriben aparcar el ego: normalmente lo hacen porque les conviene que lo suprimamos. El yo no soy nada solo cabe ser interpretado como no soy nada en cuanto a lo que se ve de mi arte. Pero soy nada menos que el ego monstruoso que lo ha producido.
Utilicemos nuestro ego, nuestra vanidad, nuestro miedo a la finitud y a la muerte como motor de la búsqueda y la consecución del arte. No lo malgastemos. Y, por supuesto, exijamos recompensa. Vendamos el arte, no vendamos nuestra vida. Y, de hecho: el anonimato es una forma más precisa de conseguir esto. Que nadie sepa quienes somos.
¿Saben lo que tienen en común las siguientes obras?
Como mínimo, dos cosas. La primera es que son obras realizadas durante la Edad Media. Y la segunda es que no tienen autor conocido. Y lo mismo podemos decir de un gran número de obras literarias: el ciclo de la Vulgata, la canción de Roldán, el poema del Mío Cid, el cantar de los Nibelungos, los Carmina Burana o Beowulf, entre otras muchas, son también anónimas. Es cierto que ya había quien firmaba sus obras: el mencionado ciclo de la Vulgata se alimentaba de las obras de Chrétien de Troyes y de Robert de Boron, escritas varias décadas antes. Por otro lado, en otras disciplinas como la pintura o la escultura encontramos también que la obra es anónima no porque no se conozca su autor, sino porque su autor es colectivo. No pocas obras de esa época son producto no de un individuo, sino de un determinado taller. En todos estos ejemplos, es posible que el nombre de su autor se perdiera en la noche de esos tiempos tan oscuros. Pero también es sabido que el concepto de autoría era muy distinto del actual. Citando a la Wikipedia:
Un volumen notable de literatura medieval es anónima. Esto no se debe solo a la falta de documentos sobre el periodo, sino que también se debe a una interpretación del papel del autor que difiere considerablemente de la que usamos hoy, constituida en el romanticismo. Los autores medievales respetaban profundamente a los escritores clásicos y a los padres de la Iglesia, y tendían a recontar y embellecer historias que habían leído u oído en lugar de inventarse otras nuevas. E, incluso cuando lo hacían, a menudo aseguraban estar aportando nuevos escritos sobre un autor anterior. Desde este punto de vista, el nombre de un autor individual parecía mucho menos relevante que en la actualidad, y muchas obras importantes nunca fueron atribuidas a una persona específica.
Wikipedia, entrada “Medieval Literature”. Traducida del inglés por Ferenc Copà.
Podemos decir, entonces, que en aquella época muchos de los artistas aún eran artesanos, palabra dotada de una mucho más noble sonoridad.
Pero poco a poco, coincidiendo con la emergencia de las ciudades (la mejor invención de la historia, según Mumford) y el consiguiente fortalecimiento de la burguesía, el autor comenzó a reivindicar su protagonismo. Aún dependía económicamente de poderes eclesiásticos o nobiliarios, pero ya utilizaba su nombre y su individualidad para cimentar su prestigio. Más tarde, en el siglo XIX, emerge el artista romántico, dueño de sí mismo, sacudido del yugo del mecenazgo. El ego del artista se infla sin medida; nunca el artista había sido tan importante, tan relevante desde una perspectiva social. Y de aquí se deriva también el malditismo, reverso tenebroso de este triunfo social del creador, muestra de cómo la existencia de una gloria reservada a unos pocos genera una masa de derrotados que quedan relegados en la orilla. Y esto engendra a su vez un culto al fracaso: el entendimiento de que arte verdadero no está en lo que consume la masa sino en lo que son capaces de desvelar unos pocos elegidos.
Con el siglo XX llega Picasso y la hipertrofia del ego del artista. Surge el Autor con mayúscula, que está por encima del Bien y del Mal, que puede (y debe) opinar de todo, que tiene línea directa con el Mundo de las Ideas. El artista que puede hacer obras que nadie comprende. Nada lo personifica mejor que el cine de autor. Una película es un trabajo colectivo de multitud de personas, pero eso da igual. Lo relevante es el gran cerebro que está detrás del artilugio: el Autor. Y de esta hipertrofia se genera, como un tumor maligno que crece sin ningún control, la última de la vanguardias: el postmodernismo. Nace el siglo XXI en el que todo es meta. El siglo de la autoficción y la cama deshecha de Tracey Emin3Que no es del siglo XXI, pero por poco, y sirve a mis propósitos.. El artista comenzó siendo un artesano, luego un profesional burgués, más tarde un semidiós y finalmente un señor del que tenemos que tragarnos sus experiencias en la clase de yoga.
Claramente hay que hacer algo.
El estado de artesanía
El arte en general, y la literatura en particular, debe volver al estado de artesanía. Y una de las mejores maneras de hacerlo es desde el anonimato. No me refiero en absoluto a la gratuidad, sino exactamente a todo lo contrario. La artesanía es cara, el artesano debe vender caro su producto. Y no debe vender nunca su vida, que a nadie le interesa. La artesanía es una noble manera de ganarse la vida.
Pero el enemigo no solo está dentro; está, muchas veces, fuera. Hay muchos que querrían que no existiera la cultura, que siempre intentan ningunear la creación, que querrían quitarla del medio y relegarla al espacio de los juglares y bufones. Y estos que desean la destrucción, muchas veces, no sabemos ni quiénes son. ¡Conocen bien las ventajas del anonimato!
Y si aquellos que atacan y destruyen, y también aquellos que se enriquecen y manejan los hilos gustan de hacerlo desde la sombra, ¿no es absurdo que el artista se exponga, como un muñeco en la caseta de tiro de una feria, a la curiosidad y el escrutinio de quien querría verlo destruido, si no está a su servicio? Como en una guerra de guerrillas, el arte debe dispararse sin que se sepa de dónde viene.
Insisto, no me refiero a la gratuidad del trabajo. ¿O conoce usted el nombre del creador de ese whisky que tanto adora, y por el que está dispuesto a pagar un dineral? No, no. Me refiero a la gran farsa del éxito, esa trampa horrible para el ego.
¡El éxito! Ese tótem de la civilización moderna. Cómo deseamos ser exitosos, más exitosos que el vecino, o mejor: cómo deseamos que el vecino fracase a la vez que yo triunfo. Y, fundamentalmente: cómo deseo que el otro sepa que yo he triunfado. Pero advertía Kipling:
If you can meet with Triumph and Disaster
Rudyard Kipling. If (extracto).
And treat those two impostors just the same;
Impostores: eso son, tanto el éxito como el fracaso. ¿Acaso ganas algo porque te conozca tu vecino? Yo diría que lo pierdes. “El éxito está vacío”, decía Umbral, y sabía de lo que hablaba. El arte tiene que volver a sus orígenes: a la honradez del taller de artesanía, al producto de calidad que se debe vender caro y anónimo.
Postdata 1:
Dejo, para terminar, el “Don’t do it” de Bukowski.
Postdata 2:
Aunque no tiene una continuidad directa con mi artículo, más allá de la imagen potentísima del Papa en sombras, no me resisto a presentarles esta escena en el caso en que no la conozcan. Me parece una absoluta obra maestra. En ningún caso, huelga decir, vinculo lo dicho aquí sobre el anonimato con lo que parece estar pasando por la cabeza del joven Papa.
Cuando llega el momento del discurso inaugural de su papado, Pío XIII se aparece entre tinieblas ante la multitud congregada en la plaza de San Pedro. Nadie puede verlo: solo se aprecia su contorno. Esa es la imagen del nuevo Papa. Una sombra. El vehículo perfecto para el mensaje que está a punto de dar. Porque es un discurso terrible, ancestral, digno de los profetas del Antiguo Testamento y no de un papa del siglo XXI.
Comentaremos sobre esto en otra ocasión. Hasta entonces, disfrutad de vuestros días.
Orson Welles en F for Fake:
https://www.youtube.com/watch?v=F6gyXbOLaMg
Definición de la RAE de prestigio:
Prestigio
1. m. Pública estima de alguien o de algo, fruto de su mérito.
2. m. Ascendiente, influencia, autoridad.
3. m. p. us. Fascinación que se atribuye a la magia o es causada por medio de un sortilegio.
4. m. p. us. Engaño, ilusión o apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan al pueblo.
https://dle.rae.es/prestigio