29/03/2024

La palabra justa y el fusilamiento del niño

La búsqueda de le mot juste (la palabra justa), la palabra (única) que define de la manera más precisa posible una idea es, según Flaubert, la obligación principal del escritor. ¿Lo es? En mi opinión, nadie lo ha explicado mejor que un anónimo y genial contribuidor al Urban Dictionary:

le mot juste
"the right word" in French. Coined by 19th-century novelist Gustave Flaubert, who often spent weeks looking for the right word to use.
Flaubert spent his life agonizing over "le mot juste". Now Madame Bovary is available in 20 different crappy English translations, so now it doesn't really make a damn bit of difference.
by namealreadyusedbysomeoneelse July 21, 2009

Crappy translations of Madame Bovary. Ese y no otro es el destino de la gran literatura.

El fusilamiento del niño

En su libro de 1997 El testamento francés (ganador del Goncourt), Andrei Makine relataba el siguiente pasaje, que para mí condensa el milagro de una historia bien contada:

«¿Por qué le conté precisamente aquel día esa historia y no otra? Sin duda hubo una razón, o hablamos de algo que me sugirió ese tema… Era un resumen, muy abreviado por lo demás, de un poema de Hugo que me había leído Charlotte hacía mucho tiempo y cuyo título ni recordaba… En alguna zona próxima a las barricadas destruidas, en el corazón de aquel París rebelde donde los adoquines poseían la extraordinaria capacidad de convertirse súbitamente en muros, los soldados fusilaban a los insurrectos. Una ejecución rutinaria, brutal, despiadada. Los hombres se alineaban de espaldas a la pared, contemplaban un instante los cañones de los fusiles que les apuntaban al pecho y alzaban los ojos hacia la ligera carrera de las nubes. Luego caían. Sus compañeros les relevaban frente a los soldados… Entre los condenados se hallaba un golfillo cuya edad hubiera debido inspirar clemencia. Por desgracia, no fue así. El oficial le ordenó que se pusiera en la fila de espera fatal; el niño tenía el mismo derecho a la muerte que los adultos. «¡A ti también vamos a fusilarte!», masculló el verdugo jefe. Pero un instante antes de dirigirse a la pared, el niño corrió hacia el oficial y le suplicó: «¡Déjeme que le lleve este reloj a mi madre! Vive a dos pasos de aquí, junto a la fuente. ¡Le juro que volveré!». Esta astucia infantil ablandó incluso los endurecidos corazones de la soldadesca. Todos soltaron una risotada, pues la astucia parecía realmente demasiado ingenua. El oficial, riéndose a carcajadas, profirió: «Anda, corre. ¡Lárgate, pequeño indeseable!». Y siguieron partiéndose de risa mientras cargaban los fusiles. De repente, enmudecieron. El niño reapareció y, acercándose a la pared, junto a los adultos, gritó: «¡Aquí estoy!».

Durante todo el relato, Pachka pareció apenas escucharme. Permaneció inmóvil, inclinado hacia el fuego. Su rostro se ocultaba tras la visera de su grueso chascás de piel. Pero cuando llegué a la última escena -el niño regresa, pálido y serio, y se planta ante los soldados-, sí, cuando pronuncié su última frase: «¡Aquí estoy!», Pachka se estremeció, se puso en pie… Y luego ocurrió algo increíble. Saltó al otro lado de la barca y echó a andar descalzo por la nieve. Oí como un gemido ahogado que el viento húmedo dispersó rápidamente por la blanca llanura.

Dio unos pasos y se detuvo, enterrado hasta las piernas en un banco de nieve. Yo permanecí un momento inmóvil, contemplando estupefacto, desde la barca, a aquel mocetón vestido con un largo jersey que el viento hinchaba como un corto vestido de lana. Las orejeras del chascás ondeaban lentamente, agitadas por las frías ráfagas. Sus piernas desnudas hundidas en la nieve me fascinaban. Sin entender ya nada, salté y me llegué hasta él. Al oír el crujido de mis pasos, se volvió bruscamente. Tenía la cara crispada en una dolorosa mueca. Las llamas de la hoguera se reflejaban en sus ojos con inhabitual fluidez. Se apresuró a enjugarse aquellos reflejos con la mano. «¡Vaya con el humo!», rezongó parpadeando y, sin mirarme, regresó a la barca.

Allí, arrimando los pies helados a las brasas, me preguntó con colérica insistencia:

– ¿Y qué pasó luego? Matarían al crío, ¿no?

Pillado desprevenido y no hallando en mi memoria nada que esclareciese ese punto, balbucí titubeando:

– Eh… Pues es que no lo sé…

– ¿Cómo que no lo sabes? ¡Si me lo has contado todo!

– Ya, pero verás, en el poema…

– ¡A la mierda el poema! En la realidad, ¿lo mataron o no?

Su mirada, clavada en mí por encima de las llamas, brillaba con un fulgor un tanto enloquecido. Su voz era a un tiempo ruda e implorante. Suspiré, como si quisiera pedirle perdón a Hugo, y con tono firme y rotundo declaré:

– No, no lo fusilaron. Un viejo sargento allí presente se acordó de su propio hijo, que se había quedado en el pueblo. Y gritó: «¡Quien le toque un pelo a ese crío se las verá conmigo!». Y el oficial tuvo que soltarlo…

Pachka inclinó la cabeza y procedió a sacar el pescado envuelto en arcilla, removiendo las brasas con una rama. En silencio, rompimos la corteza de tierra cocida que se desprendía pegada a las escamas y comimos aquella carne tierna y ardiente espolvoreándola con sal gruesa.

Tampoco hablamos cuando regresamos a la ciudad, al anochecer. Yo estaba aún impresionado por la magia que acababa de producirse. El milagro que me había demostrado la omnipotencia de la palabra poética. Adivinaba que ello no dependía de artificios verbales ni de una sabia combinación de palabras. ¡No! Porque las de Hugo habían sido anteriormente deformadas, tanto en el relato lejano de Charlotte como en mi resumen. Por lo tanto habían sido doblemente traicionadas… ¡Y, sin embargo, el eco de aquella historia, tan sencilla en el fondo, narrada a miles de kilómetros de donde naciera, había logrado arrancar lágrimas a un joven salvaje e impulsarle a correr desnudo por la nieve! Secretamente, me enorgullecía de haber hecho brillar una chispa de esa luz que irradiaba la patria de Charlotte.

Y comprendí también, aquella noche, que no eran anécdotas lo que debía buscar en mis lecturas. Ni palabras hermosamente dispuestas en una página. Era algo mucho más profundo y, al mismo tiempo, mucho más espontáneo: una penetrante armonía de lo visible que, tan pronto era revelada por el poeta, pasaba a ser eterna.»

Andrei Makine. El testamento francés, 1997. Traducción de Javier Albiñana.

Aun hoy sigo sintiendo escalofríos al leer el «¡Aquí estoy!» del niño. Y eso que entre el relato que escribió Makine y mi cerebro aún media una (excelente) traducción.

Homero y el Quijote chino

Y hay muchos más ejemplos. Uno de los pasajes más emotivos de cuantos he leído aparece en la Odisea. Sucede cuando Ulises regresa por fin a Ítaca y, después de haberse mostrado a su hijo Telémaco inicialmente como un porquero, recupera su forma de héroe y se dirige a su hijo, a quien dejó atrás siendo un bebé:

«[…] Soy tu padre, aquel padre al que lloras ha tiempo sufriendo

pesadumbres sin fin, soportando violencias ajenas.»

Tal diciéndole, al hijo besó y una lágrima a tierra

sus mejillas dejaron caer, una lagrima en tanto

contenida […].

Odisea, Canto XVI, 188-192. Traducción de José Manuel Pabón.

¿Quién es el autor de esta frase? ¿Homero? Pero, ¿quién fue Homero? Si Homero (de haber existido como un solo autor) vivió en el siglo VIII a.C., y la Ilíada y la Odisea fueron puestos por escrito dos o tres siglos después, manteniéndose hasta entonces como una tradición oral, ¿quién es el autor de estos versos?

Téngase en cuenta que tradición oral significa, muy probablemente, poetas o actores zarrapastrosos viajando de pueblo en pueblo relatando las aventuras de Odiseo. Y aquí me resulta imposible no visualizar la escena como si fuera parte de La vida de Brian…

Por lo tanto estamos hablando de unos versos que fueron magreados y optimizados a gusto y gana durante varios siglos hasta encontrar una forma escrita que sería interesante comparar con la que surgió de la mente de Homero. Y eso asumiendo que el propio Homero existiera o fuera una sola persona…

Y, por otro lado, ¿no deberíamos asignar cierto mérito en lo que está recibiendo últimamente nuestro cerebro a la asombrosa y evocadora traducción en verso rítimico de José Manuel Pabón? Así como a las traducciones previas de la Odisea al castellano, que alguna influencia en Pabón imagino que tendrían (y la primera de las cuales data de 1550).

¿Dónde queda entonces le mot juste?

Esto no es una pipa

Otros ejemplos notables son la Biblia o incluso las obras de Shakespeare. Pero el caso más espectacular con el que me he topado recientemente es el de las aventuras del Quijote chino escritas (decir traducidas sería aventurado) por el erudito Lin Shu en 1922. Lean este artículo de Susana Arroyo que no tiene desperdicio.

Eso no quiere decir que no se tenga que aspirar a la búsqueda de la palabra justa cuando se escribe. El objetivo básico del buen escritor, los cimientos sobre los que se tiene que construir todo lo demás, es primero saber lo que quiere comunicar, y después hacerlo. Y solo se comunicará efectivamente trabajando en la precisión. Pero no debemos quedarnos ahí.

Las grandes historias son las hechas para ser contadas junto al fuego, las que crean lágrimas y escalofríos y nos dan una perspectiva sobre el mundo. Las mitologías, las que dan sentido a las vidas, las que contienen multitudes. Las que están hechas para ser cantadas en un himno, y también recordadas en soledad. Las que infunden ánimo o terror, o también las que curan tristezas. Las que nos llenan. Las que nos hacen ser lo que somos. Dicen que fueron las historias las que separaron al sapiens del neandertal. Historias donde las mots justes, si existieron, fueron deformadas, pervertidas y manoseadas hasta el infinito.

Que los hados te concedan muchas crappy translations.

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