Uno de mis capítulos favoritos de la estupenda serie The Crown es aquel en que el duque de Edimburgo, esposo de Isabel II, conoce a los tres astronautas del Apolo 11, la misión que llevó en 1969 al primer ser humano a la Luna.
Felipe de Edimburgo tenía 48 años el día en que Armstrong y Aldrin alunizaron el módulo Eagle en el Mar de la Tranquilidad. Junto con Collins, que no llegó a pisar la superficie lunar, personificaron quizá el mayor logro del ser humano: poner el pie por primera vez en un mundo distinto del nuestro.
Es absurdo pensar que fueron solo ellos los responsables, claro: aquel viaje fue planeado y monitorizado al milímetro por los ingenieros y científicos de la NASA, y los astronautas fueron solo los últimos ejecutores de un gran trabajo en equipo1Sorprende, si lo han visto en directo en el museo Smithsonian de Washington, lo rudimentario del módulo lunar. Esto entronca con mis reflexiones sobre cómo los monos acabarán llegando a las estrellas..
En cualquier caso, y al menos como personaje del episodio, el duque de Edimburgo, que se encontraba en medio de una crisis personal, les atribuye cualidades sobrehumanas. Para el príncipe los tres astronautas son héroes modernos, adalides de la humanidad.
Y lo son porque son hombres de acción, hombres que no se enredan en sus propios pensamientos. Son aventureros, hombres que se trascienden a sí mismos, que buscan «conseguir algo realmente espectacular», y alcanzar de esta manera un tipo de conocimiento superior. Un conocimiento que no se conseguiría pensando ni meditando ni encerrándose en uno mismo, sino ejecutando.
Son, en definitiva, superhombres nietszcheanos.
Felipe de Edimburgo presencia el alunizaje con lágrimas en los ojos, en una escena en que el palacio de Buckingham se presenta como uno de tantos hogares en el mundo que pasaron pegados a la tele aquella jornada inolvidable del 20 de julio de 1969. Y cuando Isabel II le propone invitar a los tres astronautas a palacio, ya que estos se van a embarcar en una gira mundial, el príncipe no cabe en sí de felicidad.
Por fin tendrá la ocasión de conocer en persona a sus tres ídolos. A esos hombres que, por medio de la acción, y por haber visto con sus ojos lo que ningún otro hombre ha visto antes, han alcanzado un conocimiento vedado para el resto. Han llegado a un estado de iluminación a la que ningún filósofo, y por supuesto ningún sacerdote, puede aspirar.
El príncipe prepara su audiencia privada con los tres héroes, anotando cuidadosamente sus anhelos. «¿Tiene el hombre un destino más allá de la Tierra?», se pregunta.
Hasta que llega el gran día, y esto es lo que sucede2Se pueden poner subtítulos automáticos en inglés utilizando el icono de la rueda.:
La escena continúa: El príncipe prefiere no hacerles las preguntas que tenía preparadas. Es entonces el turno de los astronautas, pero sus dudas son de otro tipo. Cómo es vivir en un palacio, cuántos empleados tienen, si es verdad que les despierta un gaitero. Más tarde se les ve echando carreras por los pasillos de palacio y haciéndose fotos al grito de Cheeeese!
El príncipe ha quedado completamente decepcionado. Sus héroes eran en realidad piezas de un engranaje, hombres excepcionalmente vulgares, carentes de imaginación y de interés, cuyo mayor interés es cumplir con el protocolo, capaces de quedarse dormidos en el módulo lunar antes de disfrutar de la grandeza del logro que acababan de conquistar. «Esperaba que fueran gigantes o dioses. Pero no son más que tres pobres hombres», dice, compartiendo su decepción con su esposa.
Pero Isabel II da con la clave: «Son fiables, perfectos para manejar una crisis. Por su completa falta de originalidad».
El problema de conocer a los grandes hombres
El problema de conocer a los grandes hombres es que son precisamente eso: hombres. Los actos de grandeza e inmortalidad conviven a menudo con detalles miserables e incluso de soberana estupidez. O simplemente con el vacío.
Es realmente peligroso idolatrar a la gente. Piensen por un momento en alguna personalidad, viva o muerta, a la que querrían realmente conocer. Con la que querrían compartir una conversación. A la que admiran profundamente, o con la que se sienten profundamente identificados (y esperan secretamente que esta ilustre personalidad también se sienta identificada con usted).
Piénselo dos veces. Tres. ¿Están realmente seguros?
Porque no escasean los ejemplos de previsibles decepciones.
El gran Isaac Newton, virtual creador de la Física como disciplina3Aunque él mismo declaró que «si he visto más lejos, fue poniéndome sobre los hombros de gigantes»., fue también un tipo que al final de su vida declaró que su mayor alegría fue haber destrozado el corazón de Leibniz. También, como Custodio de la Casa de la Moneda, un título que ostentó en sus últimos años, recogió evidencias que llevaron a la horca a 28 personas acusadas de falsificación. Y, adicionalmente, sufrió fuertes pérdidas económicas al verse atrapado ingenuamente en la llamada burbuja de los mares del Sur. «Puedo predecir el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de las gentes», llegó a decir.
El gran Steve Jobs, cofundador de Apple e ideólogo del Mac y del iPhone, y de esta manera creador parcial de nuestro presente (pero también un tipo déspota e insoportable en su trato con las personas), fue diagnosticado con una variante leve de cáncer. Pero en lugar de tratarse con quimioterapia, decidió seguir una dieta vegana, acupuntura, remedios con hierbas medicinales y otros tratamientos que encontró en internet, e incluso llegó a consultar a un consejero psíquico. La ausencia de un tratamiento correcto empeoró su condición y le acabó llevando a la tumba.
Y eso sin contar los que estaban directamente diagnosticados con una enfermedad mental, lo que de alguna manera disculpa la aparente estupidez de sus actos. El gran Kurt Gödel, uno de los más grandes lógicos de la historia, pasó los últimos años de su vida aquejado de una enfermedad mental que le llevaba a creer obsesivamente que iba a ser envenenado. Solo aceptaba la comida de manos de su esposa. El problema llegó cuando ella fue hospitalizada por un periodo de seis meses. Gödel, incapaz de comer a partir de entonces, acabó muriendo de hambre. Pesaba 30 kilos.
Y conste que realmente me siento culpable poniendo a los astronautas del Apolo 11, que no cometieron ninguna estupidez notoria y cuyo único delito fue aparecer en las fantasías húmedas del (personaje del) duque de Edimburgo, a la misma altura que los casos de arriba, y otros tantos. Pero el episodio de The Crown me sirve como ilustración perfecta de la decepción que sentiría usted al encontrarse con su ídolo.
Y si usted se decepciona al conocer al prohombre, ¿qué no sucederá cuando el prohombre conoce al prohombre? Tenemos un buen ejemplo: la noche en que Proust se encontró con Joyce (y viceversa).
Y es que muchas de estas celebridades no son otra cosa que especialistas. Les conocemos por eso: han despuntado en su disciplina, y sin duda eso les ha hecho excepcionales. Excepcionales, pero no necesariamente dignos de conocer. Solo expertos en su trabajo.
Como los astronautas.
Y otro tema interesante es la necrofilia. Cómo la muerte de un cantante, un escritor, un actor, un cineasta… dispara automáticamente el interés sobre su trabajo (y las ventas). Como si el dejar este mundo trajera consigo un extra de sabiduría (o de prestigio) que es necesario aprehender.
En mi novela De relojes y gansos especulo en un momento con la sabiduría que acarrea la cercanía de la muerte. Sin embargo, tengo la sensación real de que la cercanía de la muerte solo trae miedo, y que solo hace más sabio, en la calma y la resignación, a quien ya era sabio de antes.
Recientemente vi una entrevista a un cantante que se le hizo unos días antes de fallecer, cuando él mismo sabía que le quedaban días, y lo siento: eso fue lo que pensé.
Leer es sentir que no estás solo
A estas alturas, el único personaje histórico que creo que aún tengo alguna tentación de conocer es a Marco Aurelio (ver aquí y aquí). Pero qué quieren que les diga. Casi prefiero dejarlo como está.
Recuerdo que alguien dijo (pero no recuerdo quién): «Leer es hablar con los grandes hombres del pasado».4Aunque me temo que más que hablar con ellos se trata de escucharlos. También recuerdo (y creo que de la película en que Anthony Hopkins hacía el papel de C.S. Lewis): «Leer es sentir que no estás solo».
Me pregunto cómo sería hablar con esos grandes hombres (y mujeres) del pasado. ¿Estamos seguros de que queremos hacerlo? Y, ¿no es mejor solo que mal acompañado?
Pensemos dos veces estas reuniones con nuestros héroes. Quizá no sean el ser admirable que esperamos, quizá no sean nuestra alma gemela. Y quizá (probablemente) no seamos nosotros la suya.
Lo más probable es que sentiríamos, parafraseando a Buzz Aldrin, “a magnificent desolation”.
Seguiremos informando.
Magnífico. Recuerdo que el librero de la Marcial Pons de Valle Suchil decía que se había hecho mucha hagiografía de Marco Aurelio, pero que era un tipo bastante cuestionable. No se libra ni él.
Estoy de acuerdo con Vd. en cuanto al peligro de convertir en realidad determinadas ilusiones (no solo la de conocer a un famoso). Escribe Edward Burne-Jones, el maravilloso pintor prerrafaelita: «Por pintura entiendo un bello sueño romántico de algo que nunca fue y nunca será ―bajo la mejor luz que haya brillado nunca―, en una tierra que nadie puede definir o recordar, solo desear».
En contra de lo que he pensado durante mucho tiempo, ni siquiera la experiencia directa supera la experiencia literaria. Aunque lo ignoremos, no queremos vivir en Camelot, queremos leer Camelot.
P. S.: Ya que lo menciona, también resulta descorazonador lo que Tolkien opinaba de Narnia…